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Prólogo. Un camino de hierro y las huellas del tiempo (fijado)

Me pregunto si las cosas y las gentes durante los trescientos siglos de mi viaje en ferrocarril, se han detenido en el tiempo y sólo el polvo se habrá movido en la ciudad, acumulándose sobre las cosas y las gentes. Pero el tiempo parecía haber cambiado, aunque no pudiera darme cuenta en qué medida, en que dimensión.

'París' (1979) Mario Levrero

Para los que no somos naturales de la Rinconada, lo primero que llama la atención al ingresar por ferrocarril al municipio es, pasada la terminal de Majaravique —un futurible, un potencial, una lucha enconada entre administraciones— los terrenos de la Azucarera, hoy propiedad de una fábrica de arroces envasados.

Si, además, se hace el viaje al anochecer, una hilera de potentes luminarias capturan al viajero en su brillante repetición hasta internarse en las entrañas de la fábrica, un enorme edificio blanco inmaculado de reciente construcción.

La velocidad del tren en este tramo disminuye, debido a la cercanía de la estación de La Rinconada, y al curioso le da tiempo a apreciar más detalles en el paisaje. El muro de mortero de carbonilla y cal sin enjalbegar que cierra el complejo habla de otros tiempos, y las vías auxiliares —hoy muertas— invitan a imaginar qué negocios se traían ahí, la vida de los hombres y mujeres que construyeron el futuro de San José a partir de la conjunción de una remolacha hervida, mucho ingenio y no poco esfuerzo. Justo cuando uno echa la vista atrás en esa ensoñación, aparecen las palabras Azucarera IB —recuerdo desdentado de Azucarera Ibérica— coronando una reja oxidada y tapiada.

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En los edificios hoy desaparecidos, de los que solo quedan como testimonio los muros exteriores y apenas un lienzo de fachada, se dio la mano la historia para dibujar el resultado de dos desamortizaciones. La primera, aquella que tenía por objeto poner en valor las tierras en poder de las «manos muertas», Iglesia Católica y órdenes religiosas, pero también los baldíos y las tierras comunales municipales, pretendía hacer caja con la expropiación forzosa y unilateral por parte del Estado para aliviar la enorme deuda pública de la época. Los destinatarios de esas tierras, vendidas mediante subasta, se configuraron como una suerte de burguesía agraria y campesinado de clase media, propietarios de la tierra que trabajaban. La teoría liberal de capitalización de la economía española y creación de un sistema de capital basado en la privatización de la tierra, en la que resultaba una redistribución de la riqueza, chocó en Andalucía con dos aspectos cruciales para su desarrollo: el arraigado latifundismo andaluz (en Sevilla, predominantemente, en todo el Valle del Guadalquivir) y la cercanía de dichos propietarios con las Cortes. El resultado de acabar con el Antiguo Régimen en Andalucía es que los señoríos no desaparecen, sólo se hacen más pequeños, más locales y, ante todo, ejercen un poder mucho más focalizado.

Este poder, en La Rinconada, tiene nombres singulares y efectos particulares. Sánchez-Dalp, Benjumea, Marañón y otros tantos —tampoco tantos— moldean una vasija informe con el barro de la oportunidad: crean la cooperativa de regantes, determinan el trazado del canal de riego del Valle Inferior del Guadalquivir y ponen sus tierras —antes, baldíos extramuros y tierras del común, caracterizadas por ser de secano— a producir con el tesoro del rico limo. Las nuevas cosechas son herederas del conocimiento importado de América junto con las fortunas; el azúcar es el nuevo oro, la sal dulce que llevase Colón en su primer viaje.

Sin embargo, los azares del mercado no aconsejan el cultivo de la caña de azúcar. Antes al contrario, los avances técnicos hacen posible una raíz bulbosa que tradicionalmente se ha cultivado para aprovechar sus hojas —la acelga— para la gastronomía humana, y su raíz para el forraje. Su periodo de maduración, de apenas 100 días, se alinea con las expectativas y la oportunidad empresarial que el Desastre del 98 y los elevados aranceles de importación del azúcar de caña determinan. El periodo de maduración de la caña de azúcar, de más de 18 meses, antes un problema para los potentados españoles, se torna en apenas un suspiro con la remolacha. Como en el caso de la langosta, pasa de ser comida para los cerdos, a convertirse en centro de una industria transformadora, de materias primas y de realidades sociales.

Y es que la San José primitiva pre-azucarera no es más que una suerte de tierras de labranza atravesadas por una línea ferroviaria, un camino de hierro henchido de potencialidades que derivaba de la entrada por tren a Andalucía por Córdoba y quería finalizar en Cádiz pasando por la capital hispalense. Tal es así que La Rinconada aparece como un simple jalón en la travesía de la línea concesionaria Lora-Sevilla en la que las diferentes estaciones —o apeaderos, caso de La Rinconada— se ponían en funcionamiento tan pronto como se construían. Por citar un ejemplo, la monumental estación de Plaza de Armas no se inauguró hasta 1901, en sustitución de la terminal donde se recibían los trenes por entonces.

Los azares de la azucarera —de las dos con las que contó La Rinconada— estaban íntimamente ligado al ferrocarril y, éste a su vez, suscribía su trazado a la importancia de la Hacienda Santa Cruz, residencia del conde de Benjumea, Joaquín Benjumea y Burín, quien no muchos años más tarde sería alcalde de Sevilla —compaginándolo con la primera jefatura del Servicio Nacional de Regiones Devastadas y reparaciones, con lo que ello conlleva en el uso y abuso de los presos políticos desde el principio de la posguerra—, presidente de la Diputación, Ministro de Agricultura y Trabajo, de Hacienda posteriormente, y gobernador del Banco de España.

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Mano, evidentemente, no le faltaba a Don Joaquín en cosas de palacio —del Pardo— pues se desempeñó ininterrumpidamente desde diciembre de 1936 hasta su muerte en 1963, sembrando Andalucía de obras públicas de reconstrucción y normalización.  

Reconstrucción, y mano de obra presa, con imposición de penas de destierro y trabajos forzados, de la que sin duda alguna el máximo exponente sea el Canal de los Presos —es la obra que más tiempo empleó presos políticos— y que convertiría, como décadas antes con el Canal del Valle Inferior, las tierras de La Rinconada, dedicadas al cereal de secano, en fertilísimas parcelas de regadío. Ya no se imponía el latifundismo, ahora era el fascismo agrario. Por cierto, también se regaban las tierras de los Benjumea, sin pagar ni un céntimo por el agua hasta, lo menos, 1986.

Normalización, pues a la reconstrucción debía unírsele modernización y condiciones de habitabilidad. En eso la mano de Don Joaquín en el Pardo no se esconde en la contratación de Abengoa —propiedad de los Benjumea, presidida por su sobrino— para la electrificación de los no pocos pueblos y empresas. Sí, la azucarera y La Rinconada, también.

La jugada, no obstante, salió bien. Fetén, que se diría en la época, pues en lo que el investigador sevillano José Ignacio Martínez Ruíz ha venido a llamar «la retaguardia industrial en tiempos de guerra», la provincia de Sevilla se destacaba como la joya de la corona de esa nueva España, y muy especialmente, la Azucarera —Sociedad Azucarera Ibérica S.A.—, que en 1958 ocupaba a 1 379 personas y sobresalía en el censo fabril. (1)

Nota al pie 1

Guerra, autarquía, diversificación: la industria sevillana, 1936-1958 // José Ignacio Martínez Ruiz

La Azucarera, pionera en la Vega del Guadalquivir, bendecida por su situación y la de los canales, fue una apuesta de riesgo —a punto estuvieron de arruinarse sus promotores — metida en una aventura política bañada en sangre y guerra de la que no se libraron sus muros —convertidos en los de uno de los primeros campos de concentración de Sevilla—, sus directores o gran parte de su devenir.

Se pueden imaginar, por tanto, qué luz no podría irradiar una industria que empleaba a miles de hombres directamente, y a decenas de miles de forma indirecta en el campo, para un régimen que vio en la productividad de las fincas rinconeras «el campo andaluz ejemplar» para mostrarle a Eva Perón en 1947. Esa luz industrial, evidentemente, proyectaba no pocas sombras, sombras arrastradas del pasado latifundista, explotador y terriblemente desigual que había sido el siglo XIX y que para nada había mejorado en el XX con la corporativista Dictadura de Primo de Rivera, la breve Segunda República y la Guerra Civil.

Descarnada, llena de desterrados, presos y familiares venidos al abrigo de chozas de barro en veredas como la de Chapatales o de Solares —habitantes muchos de campos detención o colonias militarizadas, como la cercana Casavacas o más ínclitas y oscuras como Los Merinales—, Villalatas, Trianilla o Las Golondrinas, la nueva población del reciente San José no dejaba de asemejarse a un crisol. Las diversas procedencias articularon la cosmopolita visión que nos llega hasta nuestros días, así como el encono con el núcleo fundacional del municipio, La Rinconada, basado tanto en una sensación de agravio comparativo, como con una visión más oficialista, más asentada y continuista.

Solidaria, volcada y emprendedora, también. La floreciente San José, ya por ser población de aluvión o por bullir de energía, no dejaba de reinventarse a cada calle que añadía a su trazado urbano, ya con las casas de la propia Azucarera, los bares, discotecas, panaderías y cines —no pocos cines— inaugurados en aquellos años.

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De las transformaciones agrarias del siglo XIX, pasando por los años del hambre —«corrían descalzos a recoger la pulpa desechada  y los residuos de espuma de cal, todavía ardiendo del calero, para calentar sus hogares»— a la transformación del núcleo de San José en la pujante urbe del Norte de Sevilla que es hoy en día, este grupo que he tenido el honor de coordinar ha buceado en Archivos y Mapas Históricos, minutas militares, censos industriales y memorias personales para componer una amena, pero no por ello menos exhaustiva, Historia de la Azucarera de San José, nacida al calor de una desamortización y disuelta al relente de una organización común de mercados (OCM) —otra desamortización— que liquidó los precios de la remolacha, prejubiló o deslocalizó a operarios de alta cualificación en un cierre que, en palabras de azucareros, fue un completo trauma.

Este trabajo de memoria industrial, social, económica y democrática está indisolublemente unido al sentir azucarero, una suerte de pertenencia, de enseña, de orgullo de todos aquellos que, ya en los campos de remolacha, ya en la báscula, calderas, tachas, almacén de pulpa o alcoholera, endulzaron nuestras vías con el salado sudor de sus frentes.

El grupo de trabajo de investigación de la Azucarera ha estado formado por (en orden alfabético)

José Campanario

Manuel Fernández

José Luis Fernández de Castro

Benito Rodríguez

Miguel Valverde

Y, por último, éste que les escribe, Gorka Fernández, que en nombre del colectivo, no quiere dejar pasar la oportunidad de agradecer a todos aquellos que han prestado sus voces y memoria a desvelar las nieblas del pasado; al Ayuntamiento de La Rinconada, y muy especialmente a su Delegada de Cultura, Raquel Vega, por la cesión de cuanto espacio o requerimiento hemos realizado; a Ana, responsable de la Hacienda Santa Cruz, y a su equipo, que han hecho que las tardes de viernes en el torreón —o la capilla— de la Hacienda hayan sido tan fructíferas. A Ramón Barragán por su dedicación a la hora de consignar la Memoria Democrática de la comarca y cuyas investigaciones han prensado muchos de los montículos envueltos en la bruma del pasado. También a la memoria del desaparecido Rafael Estévez Guerrero, autor de Comunismo Libertario en La Rinconada, que en su breve vida realizó una ímproba labor de investigación acerca del cambio de siglo, las tierras comunales y la conflictividad agraria, raíces profundas del pensamiento progresista que nunca —ni siquiera por las armas— dejó de imperar en La Rinconada. [Resto de agradecimientos de intervinientes y fuentes, según proceda]

Súbanse, disfruten de una historia contada con dos pitidos —el de la locomotora y el de la fábrica—, del olor del azúcar recién refinado, el bullir de los carromatos, los camiones y las vagonetas de remolacha, los viajantes con sus maletas, de aquellos que decidieron quedarse más allá de la fonda, de los arroyos hoy convertidos en calles, de los cortijos hoy convertidos en ciudad.