1. De aquellos lodos... (edición)
El contexto que da origen a las Azucareras —un ingenio fabril que se multiplicó especialmente en Andalucía— hunde sus raíces históricas en la estructura de propiedad de la tierra, con especial importancia en las fértiles tierras de la Vega del Guadalquivir.
Así pues, debemos coger el tren del tiempo y retroceder hasta finales del siglo XVIII, antes aún de que las humeantes locomotoras de la Revolución Industrial hagan su aparición.
Bienvenidos, por tanto, al decadente final del Antiguo Régimen, en plena transición del feudalismo medieval al capitalismo motivada por la enorme crisis europea del siglo anterior y las consecuencias de las sucesivas guerras en las que la monarquía española se embarcó hasta agotar los extraordinarios recursos provenientes tanto de América como del resto de territorios. España pasa en apenas un siglo de ser la mayor potencia económica y naval del mundo a declararse en bancarrota hasta trece veces —que se dice pronto— y sufrir como nadie la despoblación consecuente.
La tierra se dibuja entonces como una suerte de tesoro olvidado. En siglos anteriores se otorgaba a señoríos con el fin de asentar posiciones y servir de masa de carne para detener invasiones y aumentar la riqueza, y más tarde a la Iglesia para acompañar en la cruzada interna de convertir hasta a los peces moriscos. Esta suerte de reparto conllevará una refeudalización de que poco a poco ahogará a las cada vez más exiguas arcas puesto que las tierras de nobles e Iglesia están exentas de impuestos. Los únicos que pagan, los de siempre, son los villanos, que no poseen las tierras sino que las disfrutan gracias, entre otros, a los ejidos y tierras de expansión de los antiguos territorios de conquista.
Estos ejidos —terrenos situados a las afueras de las murallas, en su alfoz (del árabe al-hawz, «distrito rural»)— estaban destinados a usos colectivos y sus pastos de reservaban al uso exclusivo de determinados animales (bueyes y caballos) de los vecinos de la ciudad. En el caso de Sevilla, la necesidad de repoblación tras su conquista se hace tan imperiosa que se decreta que el alfoz ocupe prácticamente la totalidad de la provincia. En total, la recién tomada Sevilla capital tiene una extensión de más de 12.000 kilómetros cuadrados y administra más de un centenar de localidades (para hacernos una idea, en la actualidad la extensión de la provincia es de 14.036 kilómetros y comprende 106 municipios). Dentro de este gigantesco ejido, hay categorías y categorías, pues se diferencia entre los Aljarafes, La Ribera y las Serranías, y las denominadas «guardas y collaciones», que además de la pertenencia administrativa, tienen determinados privilegios. Entre estas poblaciones privilegiadas se encuentra, entre otras, La Rinconada.
otrosí, qualquier persona, de qualquier estado o condición que sea, que metiere qualquier ganado en qualquiera de las dichas islas, que no sea vezino de Seuilla de los muros adentro, o de la Cestería, o Carretería, o Triana, o Alcalá del Río, o Coria, o La Puebla, o La Rinconada, o Salteras, que pierdan el dicho ganado...
Ordenanzas de Sevilla, 1527
De esta manera dictan las ordenanzas de la ciudad de Sevilla que, como una suerte de leyes propias, determinan la vida en los rededores de la capital. Así, se confirma el tercero de los titulares de la tierra: los ayuntamientos, y con ello, las tierras comunales.
Como decimos, la tierra se redescubre como olvidada moneda de cambio ante la nueva crisis que azota España en el siglo XVIII: toca volver a poner en valor lo que los viejos reyes leoneses y castellanos repartieron ahora que el tintineo de los reales de vellón en las bóvedas de palacio solo ocasiona enormes ecos. Realizadas una primera y segunda Desamortización a los bienes de la Iglesia ideada por el Secretario de Estado Urquijo, el siguiente predio no podía ser otro que el de los ayuntamientos, toda vez que la nobleza era el sostén político de la monarquía.
Las tierras comunales, por real orden, pasan a ser subastadas con el fin de aumentar los impuestos, crear nuevas clases sociales —una burguesía liberal de corte ya marcadamente capitalista— que pongan los dineros traídos de las Américas a trabajar en sus nuevas propiedades.
El pueblo, mientras tanto, ve cómo las tierras dónde pastaban sus animales y cultivaban sus alimentos se convierte en propiedad de nuevos señoritos, algunos de abolengo y otros de casamiento. Los planes de estos propietarios para estas tierras no se harán esperar.
Así, el Antiguo Régimen muere matando, pero en el camino, algunos se hacen verdaderamente de oro. Resulta curioso de mencionar que las primeras ideas de eliminar los denominados baldíos —es decir, las tierras comunales— fuera de los ilustrados, y particularmente, de Pablo de Olavide y Gaspar de Jovellanos, verdaderos impulsores de eliminar cualquier obstáculo a la libre iniciativa, algo que hoy llamaríamos privatización de los bienes públicos.
Consecuencias de la desamortización
Retomando nuestro tren del tiempo y, ahora sí con la llegada de los vapores a esta España, detengámonos en las postrimerías del s. XIX
No Comments