Crítica de la razón contaminada
Inmanuel Kant, intentó, con su Crítica de la Razón Pura (1781/1787) realizar un embate crítico sobre la metafísica y sus argumentos, a la par que construir un sistema filosófico —hijo de la Ilustración y de las ideas de un ser humano nuevo, desarraigado de servidumbres—. Construir un andamiaje intelectual sobre el sentido crítico, la razón, el humanismo y la bondad ilustrada no dejaba de ser una buena idea sobre la que se podría haber cimentado una sociedad de avanzadas ideas e ideales.
Claro está, eso no pudo ser. La Historia está trufada de choques culturales, como el vivido por Max Aub al regresar a una España paleta, de mantilla y rosario, culturalmente defenestrada, iletrada y, por lo mismo, servil.
Esa España, de la que hoy somos legatarios, sigue viva en la contaminación de la razón necesaria para disputar, ostentar o permanecer en el poder, poder que muchas veces no se encuentra en los Consejos de Ministros, Parlamentos autonómicos, Ayuntamientos o cualquier institución entre medias. Contaminación en forma de manipulación, media verdad o mentira indisimulada, consumida con fruición y deleite, propagada con más rapidez que el virus del sarampión e instalada en la cabeza de millones.
Una contaminación, la manipulación ideológica, que hunde sus raíces en los libros de Historia y que ya creaba realidades cuando aún no se había inventado la palabra escrita: destruir ideológicamente al adversario —incluso, crear un adversario— es la receta perfecta para disponer un movimiento con la mezcla del más potente de los combustibles —el odio— y el más volátil de los comburentes —el miedo—. El calor liberado por la reacción resultante tiene múltiples caras: revoluciones, guerras, golpes de estado, genocidios, persecuciones y leyendas negras.
La leyenda negra, como dispositivo ideológico al servicio de la justificación manipuladora, no es más que una suerte de mentira mil veces contada en mil sitios diferentes hasta que suena a verdad.
Se hizo con España: «horribles atrocidades de los españoles en Cuba. Un relato histórico y auténtico de la cruel masacre y asesinato de veinte millones de personas en las Indias Occidentales por los españoles» escribía el hiperbólico Bartolomé de las Casas sin apenas exageración: la última estimación de población de toda América (del Norte, Central, y del Sur, un enorme continente de más de 43 millones de kilómetros cuadrados) oscila de entre 40 y 60 millones de personas. A tener en cuenta dos aspectos aquí. Primero, en 1500, Europa contaba con casi 82 millones de habitantes. Segundo, Bartolomé de las Casas no habla de toda América —no estaba descubierta por los europeos, en su mayor parte—, sino de las Indias Occidentales, o como las conocemos hoy en día: las islas del Caribe. Esta tremenda exageración, común en la época, no era más que el vehículo ideológico que de Las Casas utilizó para algo noble, la instauración de la dignidad humana como precursora directa de los derechos humanos.
No obstante, Bartolomé de las Casas consiguió otra cosa con su exageración, ya contestada —también de forma exagerada— en sus propios tiempos por coetáneos como Motolinía o Toribio de Benavente, y fue justificar el casus belli de Estados Unidos contra España, con la publicación, 300 años más tarde de su fallecimiento, de Historia de las Indias.
Si la leyenda negra española, trufada de exageraciones provenientes de una lucha política —dominicos y franciscanos se disputaban el control de las nuevas tierras conquistadas— más que de la preocupación por el alma humana, rellena de los intereses de la Nueva América —como se consideraba el nuevo país recién independizado— y convertida en mantra durante la breve contienda entre hispano-estadounidense que no venía sino a elevar el estatus de las antiguas colonias a potencia a tener en cuenta.
Precisamente, el hundimiento del acorazado Maine en la bahía de La Habana, un movimiento de intimidación por parte de Washington hacia Madrid para que España les vendiera Cuba, estuvo rodeado de una oscura investigación —los EEUU no permitieron una investigación conjunta y de hecho, en 1911 reflotaron el barco para recuperar los cuerpos y lo volvieron a hundir—, incongruencias y claras señales de que el gobierno estadounidense preparó un sabotaje —o cuanto menos, que aprovechó un accidente— para justificar la entrada en la guerra de independencia entre Cuba y España. La manipulación por parte del, entonces grupo mediático más grande del mundo, por parte de William Randolph Hearst y sus 28 periódicos, acabó significando el Desastre del 98.
El caso de Hearst y su manipulación de la opinión pública para favorecer unos u otros intereses es paradigmático por cuanto patentaba una forma de injerencia política externa a las instituciones, primero con la intervención en la Guerra hispano-estadounidense, asegurándose de rebote las primicias en sus portadas o posteriormente cuando sostuvo los regímenes de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta frente a la Revolución Mexicana. De esta época nos llegan las caricaturas y deformaciones públicas de líderes revolucionarios como Pancho Villa[1], Emiliano Zapata o Pascual Orozco, a quienes se caracterizaba como bandidos, cuatreros y dictadores sanguinarios ante los que Estados Unidos tenía que protegerse. De aquella época, por cierto, viene la noción de muro entre ambos países, tanto para impedir las continuas incursiones de represalia que los mexicanos, con Villa a la cabeza, realizaban en territorio estadounidense, como para delimitar «su patio trasero».
Este «patio trasero», nacido de la Doctrina Monroe —«América para los americanos», donde América significa eso mismo, pero americanos significa estadounidenses—, como oposición moral al colonialismo europeo, pronto se convirtió en una carta de acción hemisférica al entrar EEUU en su fase imperial. Los presidentes Hayes y Roosevelt ajustarían aún más la doctrina al tomar el control del comercio caribeño —bases para el control del canal de Panamá— y, más concretamente, al interiorizar el uso de su creciente poder militar como palanca de cambio de las relaciones geopolíticas, conocido como el Gran Garrote y que ha sido parte de la estrategia global de control que ha ejercido durante todo el siglo XX.
Esta estrategia de control, basada en la predominancia de la fuerza, los epítetos propagandísticos —«líder del mundo libre», hoy todavía utilizado— y el control de la opinión publica se utilizó de manera ideológica para marcar dos realidades, la civilización occidental, donde la democracia, la libertad (no tanto individual como económica) y el bienestar —el sueño americano, como cénit de dicha idea— se oponían, por principio moral, al demoníaco mundo soviético, comunista y pernicioso que había nacido tras la Revolución Rusa y que acabada la Segunda Guerra Mundial había situado a la órbita soviética como una potencia mundial.
Los mismos canales, resortes y códigos utilizados durante la Segunda Guerra Mundial contra Alemania, Japón e Italia, ensayados antes con españoles y mexicanos, se desplegaron con toda su fuerza en la llamada Guerra Fría, quizá la época más larga de alienación cultural de la historia. Cine, radios, televisión, libros, cultura y gobierno se dieron la mano para la creación de un enemigo formidable ante el que justificar una carrera espacial, —la mayor preocupación con el Sputnik no era científica, sino qué podían ver los rusos con aquella lata que sobrevolaba los cielos estadounidenses fuera del alcance de sus defensas—, armamentística y nuclear.
Claro está que la URSS no era España, ni México, la derrotada Alemania o la calcinada y colonizada Japón. Era una potencia que incluso, tras una guerra civil, y con el inmenso coste de derrotar al nazismo en su propia casa —desde Stalingrado, a donde llegaron los alemanes, a Berlín, rendida al Ejército Rojo— se erigía como un monstruo que ocupaba la séptima parte de las tierras emergidas —la mitad de todo el continente americano, casi tres veces más grande que EEUU—, tenía control sobre vastos yacimientos de recursos naturales y humanos y ampliaba una influencia ideológica que no solo ponía en peligro integridades territoriales: atacaba al mismo corazón del capitalismo, la propiedad.
Con los mercados en peligro, y según documentos desclasificados por el gobierno estadounidense, la CIA no consideraba que Stalin fuera un dictador, ni que hubiera ejecutado una gran purga. No obstante, esas fueron las ideas que se promocionaron a los cuatro vientos desde los altavoces mediáticos de los aliados —otro concepto nacido de la extensión de otra doctrina estadounidense, la Marshall, y sus requerimientos— para demonizar el comunismo, hasta tal punto que se dio incluso una caza de brujas en las instituciones culturales, políticas y académicas de los EEUU con el macartismo, expresión máxima de la paranoia de la época.
[1] El propio Pancho Villa sería un amplio usuario de la propaganda, en este caso el cine, para destacar su papel y el de las fuerzas mexicanas. Por la misma razón y en su contra, se extendió el uso de la caricatura para homogeneizar la visión externa de los mexicanos con los rasgos de Villa: sombrero de ala ancha, gran mostacho y tez oscura, un estereotipo repetido en la actualidad que crea tanto una diferencia racial como imponía prejuicios culturales.
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